Hay dos Españas. Una la España eterna, negra como el alma de sus católicos gestores, que la llevaron tras sus picas al otro lado de los mares y llenaron medio mundo de inquisidores y piras incendiarias. Aquella España imperial que fue menguando y dejando retales en Flandes, en Portugal, América, Filipinas, Marruecos, Sahara, Guinea... Sus inconfundibles señas de identidad son los Borbones inútiles, el ejército colonial, la guardia civil, los mismos sueños y collares.
Hay también, digamos, otra España, pesadilla de la anterior. Fueron los que burlaron el santo oficio, moriscos expulsados, guanches exterminados, comuneros de Castilla, cimarrones americanos. Fueron los que en Jerez reventaron las quintas, los pobres que bandolearon por todas sierras morenas, los anarcos y aceituneros altivos de todo el sur, los que echaron a los Borbones y crearon
las colectividades en el 36. Estuvieron en Casas Viejas, en el octubre Asturiano, en el Madrid del No-Pasaran: dieron la bienvenida a las Brigadas Internacionales, amigos de Francisco Ferrer Guardia, de Durruti, de Joan Garcia Oliver, de Francisco Acaso, de Miguel Hernández, de Federica Montseny... Todos lucharon juntos con los maquis, fueron juzgados en los juicios sumarisimos, junto a Puig Antich, junto a Delgado y Granados.
Hoy, todos ellos, antitesis de la España corrupta, siguen ahí, avivando los rescoldos solidarios con los que volver a prender un día el fuego de la utopía.
Son nuestra gente, nuestros Hermanos.
A estos y solo a estos nos dirigimos.
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